Victoriano Huerta

Uno de tres dictámenes sobre un artículo que escribí: "La aversión personal como derrotero diplomático: Woodrow Wilson contra Victoriano Huerta".

Los dictámenes "ciegos" son, en gran medida, indecorosos: permiten a los dictaminadores ventilar sus frustraciones y, si adivinan el nombre de los autores de libros o artículos, dirigir en su contra sus jáculos envenenados. Ocurre también entre los miembros de comités de becas. Me pasó con una dictaminadora y excolega. Por más que se agazapó tras un veredicto "objetivo", mostró sus nulos talentos mordaces.

Opuesta a que recibiera apoyo de investigación en la Universidad Autónoma de Baja California, la dictaminadora afirmó que yo lo ignoraba todo sobre acervos. Para esto se basó en que, al mencionar el Archivo General de la Nación (AGN), no hubiera distinguido la sala cuatro. Era allí donde, según ella, se encontraba gran parte del material que yo requería. Allí se quitó su máscara la maestra Aidée Grijalba. Deseosa de demostrar que era quien más sabía sobre el AGN en el mundo (vivió de él muchos años, en Ciudad de México), sugirió que no tenía idea yo de dónde buscar, o hasta por qué indagar.

Como en el caso de las becas de investigación que menciono, los dictámenes de "colegas" son peores. Puedo vivir sin que una institución me otorgue dinero, pero no soporto que alguien más del gremio se escude bajo el anonimato. Carecen de valor y de ingenuidad. En todo caso podrían guardarse sus críticas para la publicación. Pero como rara vez se critican públicamente los artículos, la autora de este dictamen decidió que era mejor cortarle el cuello al ave, antes de que batiera alas y escapara del paraíso.

Publico hoy una de tres cartas dictaminadoras que escribieron sendos historiadores respecto a un artículo mío basado en lo teórico en el trabajo de Sigmund Freud (y William C. Bullit, un "colaborador" norteamericano suyo, que había sido embajador en Rusia) sobre la personalidad de Woodrow Wilson. El de Freud es un estudio poco conocido o citado, pues lo publicó su "coautor" Bullitt (a quien considero su censor) tras la muerte del psicoanalista.

En el fondo, lo que quería mostrar era el acento desequilibrado que otros historiadores han dado al gobierno de Huerta considerándolo tan solo un problema político "nacional" y no uno afectado por cuestiones "diplomáticas" binacionales. Reconozco lo controversial de mi hipótesis. Lo que no anticipé es que fuera en contra de la primera de mis tres evaluadores. Reproduzco la carta, pero también transcribo las partes nodales de su argumento, para responder a ellas. Al menos doy así la cara y no me amparo tras el sigilo.

En lo que sigue utilizo corchetes para comentar el dictamen y agrego un "[sic]" para llamar la atención a las aseveraciones (en mi opinión equivocadas o inválidas) de la dictaminadora.

La historia mexicana en México ¿repartida por autores?

Como metáfora del conocimiento, la agraria indica el campo que nos apropiamos. Unos trabajan el "campo de la historia" y otros el de la ciencia política. Pero en México más que por campo, los historiadores se definen por sus parcelas. Así, unos son dueños del Porfiriato, mientras otros lo son de la época villista. Verdaderos personajes como la historiadora oficialista Josefina Mac Gregor se definen por su postura "anti". Ella es antihuertista, es decir, totalmente oficialista. Hablar mal de Victoriano Huerta la ha convertido en historiadora reconocida, pero no en mejor historiadora.

Tras la sombra del anonimato

Los dictaminadores se encubren bajo el anonimato. Si el tema que el autor de un artículo les disgusta, opinan lo que quieran; lo "destruyen" si así les place. Los dictaminadores asumen que nunca se sabrá quién escribió su "crítica", pero por encima de todo: que nadie les responderá. Por ello, a la desgastada frase de que la historia la escriben los vencedores, he de agregar otra dimensión. La historia la censuran los "vencedores" o, en el caso mexicano, los oficialistas.

Artífices y avatares: lo que revela el juicio de Tepames, Colima (1909-1914)

25 años hace que inicié la pesiquisa para un libro que parecía que moriría en su cuna. Originalmente lo preparé para un concurso nacional de historia regional. Uno de los jueces, a su regreso a Guadalajara, me llamó telefónicamente para felicitarme: mi obra era una de las 10 finalistas. Esto significaba que, si no llegaba a ninguno de los tres primeros lugares, al menos la publicaría Conaculta. Misteriosamente la obra no apareció como finalista y el lugar de mi libro lo ocupó otro.

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