Por tierras inhóspitas y desconocidas

Arthur W. North
Gustav Eisen
viajeros por Baja California

 

Introducción

I

Muchos viajeros se sienten primero exploradores. Esos viajeros sondean al tiempo de viajar; los viajeros con poses académicas, por su parte, exploran primero y viajan después. Estos últimos ansían conocer primero de los libros, aprender de lo que otros han visto y experimentado. Su exploración la inician al lado de una chimenea, con una piel de oso al calce y un galgo de cargados años arrullándose con el constante chisporreo de los leños al fuego.

        La experiencia de estos últimos viajeros, vivida vicariamente, es la que traza el camino –metafórico y real– por recorrer. Ellos inician el traslado en su mente. Cuando se despiden de su hogar y el viento les golpea la cara, no arrancan con rumbo desconocido: pisan donde otras botas ya apisonaron el camino. Se detienen donde otros pararon. Escuchan voces y lenguas que ya habían imaginado.

     Ellos son de los que salen de casa, no en busca de experiencias nuevas; parten para confirmar hipótesis, para asegurarse de que la realidad contada se acerca a la realidad vivida. Regresan luego a casa, se calzan las pantuflas, encienden la chimenea, y alimentan a su galgo. La vida –la suya al menos– ha retornado a la normalidad. Quizá se deba pensar en ellos como buscadores de verdades ajenas; como rumiadores de lo déjà vu, de lo déjà entendu. No son ellos, por fortuna, los únicos viajeros.

     Los mejores viajeros son todos aventureros. Nada los detiene; nada los antecede: abren camino al marchar. Cuando regresan a casa, si alguna vez retornan, o si la casa aún los espera, ya no son los mismos. Todo lo ven con ojos nuevos; todo lo escuchan con oídos habituados a otras voces. Todo lo aspiran y comparan con otras vivencias, con otros placeres, con otros sufrires. Todo lo contrastan con pasados recientes; con pasados lejanos. Estos últimos viajeros, los auténticos, cuando regresan a la chimenea que ha olvidado exhalar humo, abren las obras de otros viajeros que pisaron las mismas tierras, y se aprestan a comparar lo apenas visto con las letras que una a una transitan por las páginas de esas obras. No alimentan al galgo porque ya de él ni su memoria resta. Se arrojan sobre el sillón y miran al vacío. Prenden quizá una pipa, y entre el humo y unos lentes empañados, comienzan la lectura.

     El lector de la presente obra no es el viajero aventurero del que hablo: es un lector aventurero. Abre las tapas de este libro, se aleja de la bulla cotidiana y se adentra en un mundo extraño. Es un mundo distinto al que conoce, y sin embargo se trata de los mismos picos, de los mismos valles; conoce los mares a los que los dos autores que aquí le hablan se refieren. Pero algo inasible lo detiene: es lo escurridizo del pasado. Estos dos viajeros nos hablan de lugares que ya no están allí donde deberíamos distinguirlos. Uno de estos dos viajeros ha fotografiado paisajes cuyos trasfondos parecen recortados por otros dedos.

     El lector está allí; el pasado ya se ha marchado. No queda otra cosa que mirar en la dirección en que apuntan los dos viajeros que en dos épocas distintas y con diferentes objetivos visitaron Baja California. Los dos querían —y aún quieren, puesto que sus palabras vertidas al español mantienen su propósito original— informar al lector futuro sobre sus andanzas por tierras inhóspitas y desconocidas. Desconocidas para ellos y también para su lector coetáneo, quien por mil razones no podía acceder a esas tierras. Pero desconocidas también para el lector futuro quien, aunque lo deseara, no podría cruzar la frontera del tiempo y acompañarlos en ese recorrido.

     El lector que hasta ahora ha seguido estas letras, que una tras otra lo retienen, sabe que el único camino abierto, el que le permitirá adentrarse a ese mundo que nunca experimentará, es el que se encuentra en el imaginario de estos dos autores. Antes de apagar las luces de su sala se detiene y se pregunta: ¿valdrá la pena abandonarlo todo momentáneamente para leer las páginas que siguen? Yo digo que sí, y en lo que sigue esgrimiré las razones prácticas por las que ese lector futuro imaginario se beneficiará de lo que aquí lea.

II

Los textos que conforman este libro los redactaron dos viajeros —Gustav Eisen y Arthur W. North— que visitaron la península de Baja California con una diferencia de menos de diez años. Cuando escribieron sobre la región buscaban informar a sus contemporáneos lo que habían visto. Si bien cada uno se dirigió a un público particular y por ello su lenguaje es distinto, ambos respondían a la gran pregunta, planteada de diversas formas pero que marcó el pensar norteamericano durante el siglo XIX: ¿valía la pena residir en Baja California, pero aceptándolo como un territorio propiedad del país vecino llamado México? o ¿había que anexar la península a Estados Unidos y luego morar en ella?

     Para Eisen, apartado de consideraciones políticas, no importaba si el territorio de la Baja California era o no mexicano; contaba que la península tuviera agua suficiente para sostener una agricultura capaz de alimentar una población como la que amenazaba con mudarse, proveniente de Estados Unidos. North en cambio provenía de una familia que defendía la idea de que Baja California debía anexarse a Estados Unidos. Su padre había militado al lado de William Walker, quien buscaba convertir la península en república para posteriormente anexarla al país vecino.

     Dicho lo anterior, ambos tenían puntos de vista distintos y por ello enfatizan aspectos distintos de la misma región que conocieron. Cierto, Eisen cubre una zona mucho más amplia que North en cuanto a su extensión: escribe sobre las que ahora son dos Baja Californias, pero también nos habla más del paisaje, de los picos recortados contra un azul delirante; de los oasis y ojos de agua escondidos a la vista de forasteros. North en cambio estaciona su mirada en la ahora Baja California. A diferencia de Eisen, North, abogado de entrenamiento, se interesa más en las personas, se trate o no del hombre blanco. Sin pensarlo mucho, en el texto que aquí aparece y en obras de mucha más grande envergadura, North preserva para el lector futuro muchas de las tradiciones y fotografía misiones en ruinas y rústicas viviendas, entonces habitables pero que han desaparecido con el paso de los años.

     North tenía otro empeño: era cazador. Y esto es un elemento clave. Eisen veía a sus informantes desde la distancia "científica": quería que los habitantes de la zona que visitaba lo llevaran a los manantiales más arcanos; quería saber cómo sobrevivía esa gente tan distinta a la que él conocía. Los abrevaderos eran importantes para reportar sobre ellos a sus lectores y posibles residentes de la península; pero también satisfacían necesidades reales y del momento: sus acompañantes y sus acémilas requerían de agua para seguir adelante. North, en cambio, viajaba preferentemente solo. Como cazador se hacía acompañar a lo sumo de un guía, y sorprende que aparezca en este texto el nombre de una mujer, Ruth Haulenbeek, quien dibujó los petroglifos. ¿Acompañó Haulenbeek a North en sus correrías por Baja California? Es posible, aunque también lo es que North trazara de manera burda los petroglifos y Ruth Haulenbeek los puliera. Lo anterior permanece en un misterio, puesto que cuando en su obra Camp and Camino North publica de nuevo los mismos petroglifos, ya no menciona a Ruth Haulenbeek en sitio alguno.

     Pero volvamos a las diferencias en la naturaleza de ambos autores. A Eisen, el científico de naturaleza escéptica, difícilmente un guía lo hubiera convencido de apartarse de su ruta para mostrarle unos "jeroglíficos". North se ajustaba mucho más al modelo del viajero aventurero que Eisen. Cierto que ambos leyeron materiales que otros autores habían publicado y que, por tanto, los acercaba a la categoría de los viajeros que se imaginan el lugar a visitar antes de haberlo tocado. Pero las lecturas de ambos difieren enormidades. Eisen lee sólo a científicos, mientras que North se coloca en los zapatos de los grandes viajeros —misioneros y conquistadores— de centurias ya idas y se imagina que marcha junto a ellos. Para North los petroglifos son muestra de que, pese a que otros viajeros atravesaron las mismas rutas, no lo vieron todo y mucho de la Baja California está aún por descubrir.

     A Eisen atrae el paisaje; a North la gente autóctona. Eisen goza cuando mira los picos recortados contra el azul intenso de los cielos; North mira hacia abajo y a su alrededor. Pese a sus tendencias intervencionistas —o quizá por ello mismo— North descubre un tesoro a cada paso y se cree todas las leyendas que le cuentan. Baja California forma parte de su imaginario y el cazador de cimarrones es también cazador de historias olvidadas. North se aventura mucho más lejos que Eisen, porque viaja más ligero. Es más práctico en muchas cosas que Eisen, pero también deja que su mente lo transporte. North es un viajero pero también un soñador; Eisen ve, pero al mismo tiempo deja de ver lo que existe y se mueve a su alrededor. Ambos autores tienen mucho que ofrecer al lector contemporáneo. Para el lector romántico (incluido el medioambientalista) que se preocupa por lo ya ido, Eisen le presentará una Baja California llena de paisajes refulgentes; para el lector atraído por las culturas de antaño y deseoso por averiguar cómo la península ofreció infinitas posibilidades a sus antepasados, lo que escribe North (en éstas y en muchas otras de sus páginas, aún no accesibles en castellano) resultará de su agrado.

     Los dos escritos atrapados entre las tapas de esta obra —con sus perspectivas subjetivas, conocimientos limitados de la sociedad sobre la cual escribe, y con todos los mensajes que a nuestros ojos parecen prejuiciados— son los testimonios de dos hombres que recorrieron el territorio de Baja California en un momento al que no tendremos más ingreso. Las experiencias que Eisen y North narran nos familiarizan con un pasado que no se encuentra ya entre nosotros, pero que en más de una manera inyecta, hasta el día de hoy, sentido a nuestras vidas.

Servando Ortoll

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