Un jalisciense en la luna

Un mexicano en la luna
periodismo colimense
Alberto Isaac

A la memoria de Alberto Isaac, quien me cedió esta historia verdadera

En un pueblo del sur de Jalisco, es de todos bien sabido, nació el hombre que con su planta imprimió la primera huella humana en la luna. Contrario a lo que cuenta la historia oficial, Neil Armstrong nunca llegó a ser piloto a sus 16 años ni se convirtió en cadete naval en 1947. Jamás estuvo en Corea ni recibió medalla alguna por haber caído su avión en tierras enemigas.

Por esos años, Neil Armstrong, o Luis González, como quienes lo conocieron afirman que se llamaba el primer hombre en la luna, arriaba vacas en las faldas del volcán de Colima. Cuando se quedaba a cuidar ganado ajeno, veía a lo lejos una luna fría, alejada, inamovible, que contrastaba con lo oscuro de la sierra. “Te voy a conquistar un día, cabrona”, masculló una mala noche. Meses más tarde abandonó a su tierra y a su madre, con norte desconocido, para vender sus brazos al mejor postor.

Sabemos de su historia por un cúmulo de cartas y recortes de periódico que dejó tras de sí Francisco Ayala, el párroco del pueblo: aquél que recibió primero una remesa de Luis González para que reparara la acera frente al atrio: aquella que se encharcaba cada temporada de lluvias. El mismo cura aceptó muchas remesas adicionales, para embellecer la parroquia, luego el jardín principal y por último otros rincones apartados del pueblo. (Quienes lo evocan, afirman que Luis era un joven taciturno, encerrado en su propio mundo, pero con un sentido muy práctico de la vida. Nadie recordó si se inclinaba por las bromas o la fantasía. Todos concordaron con que era generoso y muy dado a compartir con sus amigos sus raros momentos de regocijo).

Con las remesas de Luis empezó a llegar la historia de su nueva vida: sus primeros estudios (“Padre, me aceptaron en la escuela nocturna, ya verá que aunque me cueste harto trabajo, no tardaré en hablar inglés como el mejor”); sus pequeños descalabros (“por poco me agarra la migra, Padre, pero logré escabullirme con otros dos amigos, por una ventana del baño, que daba al techo de una fábrica vecina”); su inesperado ingreso a la escuela aeronáutica de ingeniería en la Purdue University -gracias a la insistencia e influencias del aviador Charles Lindbergh con quien trabajaba como jardinero en Nueva Jersey- (“No fueron pocos los años y las angustias, Padre, pero por fin logré lo que me propuse cuando salí de Zapoltitic, gracias a don Carlos”)...

Pero mienten quienes afirman que de allí brincó a Corea. Luis González era un pacifista consumado (“Usted me conoce bien, Padre: nunca mataré a un cristiano, aunque sea enemigo de mi patria adoptiva”). En West Lafayette el joven Luis trabajaba por las noches. Sólo así, durante la guerra de Corea, pudo enviar a su pueblo sus remesas acostumbradas (y esperadas con ahínco).

Con el lento transcurrir del tiempo, Luis fue aceptado como piloto -¡quién lo fuera a decir!- en la National Advisory Committee for Aeronautics (Comité Consejero Nacional para Aeronáutica: la Naca), mejor conocida después como la National Aeronautics and Space Administration (Administración Nacional de Aeronáutica y Espacio: la Nasa). Las misivas de Luis González callan en torno a cómo la Naca se convirtió en la Nasa, pero es obvio que nada tuvo que ver con sus orígenes pueblerinos. Luis seguía trabajando febrilmente por las noches, mientras continuaba su entrenamiento.

Una noche, ya habían pasado años para entonces, Luis le confesó al cura Ayala, de Zapoltitic de Vadillo, que cambiaría su nombre, bajo la recomendación del propio Lindbergh. “Ya ve, Padre, cómo son los gringos: lo hacen a uno menos, cuando saben que uno nació en Jalisco”. Fue en ese mismo instante que Luis le reveló la más profunda de sus aspiraciones: convertirse en astronauta. De ahí que su decisión fuera incontestable. Desde el pueblo el párroco le contestó que hiciera lo que juzgara más conveniente, que contaba con sus bendiciones a cambio (y esto último lo tachó en el borrador de su carta, que todavía se conserva en el archivo de la sacristía) de que siguiera enviándoles remesas.

Con las remesas y con el tiempo aparecieron los primeros recortes periodísticos. Neil Armstrong, como ahora se llamaba Luis, ingresó a un grupo de astronautas en 1962 (hasta entre los alunados se dan las camarillas, como bien puede apreciarse). Cuatro años más tarde tuvo un primer tropiezo, que casi le costó la vida: en el espacio, mientras acoplaba manualmente un cohete, algo falló pero Luis González –el jalisciense del potente brazo, jamás dispuesto a ceder- supo controlar la Gemini a su mando: amarizó de emergencia y cayó con vida en el Pacífico.

Así se escribió la primera página en los anales de la historia aeronáutica de la Nasa.

En julio de 1969, tras tantos años de luchas, Luis González (mejor conocido como Neil Armstrong) subió al Apollo 11, con rumbo al Mare Tranquillitatis de la luna, acompañado de Edwin E. Aldrin, Jr., y Michael Collins: ellos sí, bien gabachos. Por fin cumpliría con su amenaza. El 20 de julio, ante una cámara que reprodujo su hazaña frente a los ojos del mundo, con una voz resquebrajada por el cansancio y el tener que soportar a sus colegas durante tantas horas de hastío, Neil Armstrong soltó como suyo un pensamiento del cura Ayala: “éste puede parecer un pequeño paso para un hombre, pero es un gran salto para la humanidad”. El párroco se enteró enternecido de lo que Luis dijo: de ello dejó constancia con su puño y letra junto a las palabras apenas citadas y que llegaron en las primeras planas de varios periódicos neoyorquinos acompañando la remesa de costumbre, ahora centuplicada.

Lo que el cura nunca le perdonó a Luis González fue que cuando vino a México como parte de un tour por 21 naciones, se olvidara de Zapoltitic de Vadillo. En vano estiró Luis sus excusas. El que no regresara a su terruño, ni se hubiera retratado frente al templo, tan hermoso como ahora había quedado, resultó imperdonable. Luis González confesó que temía que la gente no lo reconociera y que eso le afectara profundamente. El cura Ayala guardó silencio.

A partir de entonces las cartas del astronauta Armstrong se espaciaron. Dejaron de llegar remesas (por estas fechas, según mis cálculos aproximados, se abandonó también el viejo proyecto de bautizar con su nombre la cansada calle principal del pueblo) y los recortes de periódico desaparecieron. Sólo uno encontré, hurgando entre las pertenencias del cura Ayala. Decía que Armstrong se había convertido en profesor de ingeniería en la University of Cincinnati, en Ohio. Sobre su foto y con una mano temblorosa, alguien garabateó: “habrás conquistado la luna, pendejo, pero tu lana no conquistará jamás a tu abandonado pueblo”.

Luis Armstrong murió en agosto de 2012, sin dejar heredero alguno de su fortuna.

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