Mi primer viaje en tren, a Nueva York

Viajes por tren
nostalgia frroviaria
Nueva York a los siete años
San Luis Potosí

1.

A los siete, los trenes me embrujaron: en el verano de 1960 recorrí con mi padre el norte de México y el este de Estados Unidos por ferrocarril. Viajamos de la longeva capital de San Luis Potosí al anónimo Nuevo Laredo, Tamaulipas. Conocí entonces a Geuriel Dannini, amigo de mi padre. Lloré al verlo quedarse en la plataforma de la estación en Laredo, Texas, cuando el tren nos apartó de él. Danini, como lo llamaba, era su fiel amigo de muchos años.

Del artificial Laredo, Texas, partimos rumbo a la hormigueante Nueva York. Trasbordamos en la amarillenta y desolada ciudad de Saint Louis, Misuri. Allí pasamos el día, preguntándonos dónde se habían escondido sus habitantes. Regresamos luego al tren.

En total duró cuatro noches y cinco días la travesía. Días y noches de tambaleante caminar por largos y estrechos pasillos alfombrados, con manchas indelebles; días y noches de escuchar las reiteradas llamadas a desayunar; días y noches de brincar de un carro a otro entre ruidos estridentes de la locomotora, acompañados de su silbato agudo, y adornados con el tropiezo continuo entre los vagones y la incesante fricción de las ruedas con unas vías que se desarrugaban en el infinito.

Nuestros desayunos, comidas y cenas ocurrían en el mismo sitio fijo y a la vez mutante, con vista a un paisaje en movimiento tenaz. Ríos, casas, árboles, antiguos bosques, inmensas praderas, ciudades, se sucedían unos a otros; personas de todos los colores laborando día y noche a los costados de las vías arrastradas por el remolino estruendoso del ferrocarril. Las noches estrelladas, misteriosas, vacías de contenido o moteadas de luces moribundas.

Personas sin rostro despertándose con el recio pisar de la locomotora o los ronquidos de mi padre; meseras en pueblos desconocidos deteniendo sus labores para ver pasar frente a sus ojos nuestras ventanas iluminadas: amarillentas pantallas alumbradas contando decenas de historias centelleantes, cuadros postmodernos proyectados contra una oscuridad inconmovible.

2.

¿Cómo soporté a mi edad el hedor a cigarros puros; las despertadas incómodas de los "bellboys"para desayunar; los saltos de la cama al baño, del baño al pasillo interminable que llevaba al carro comedor; el retorno a las cabinas para encontrar todo en neurótico orden? Cómo debieron sufrir los empleados del Pullman (años más tarde supe que ese era el apellido del diseñador de los carros dormitorio de lujo, a los que puso su propio nombre. Uno de esos carros acarreó el cuerpo inerme de Abraham Lincoln, a su último lecho) con sus camisas almidonadas y oscuros uniformes, todos impecables.

No convivimos con otra gente. Las mesitas estrechas del comedor, su cercanía incómoda con otras mesas y sus comensales, más que facilitar el trato, lo entorpecía. El placer de viajar en Pullman no consistía en lo cómodo de sus camas o en lo relajante de sus asientos; más bien en el sosiego que traía consigo el aislamiento físico, el lujo de poseer una ventana propia, avivada durante las noches. Una fenestra que, durante el día permitía mirar al exterior y descubrir campos u observar el tinte variado de los edificios que se manifestaban frente a nuestros ojos.

El primero de mis viajes por tren a Nueva York me marcó para siempre. Desde ese verano de 1960, hasta la fecha, mis viajes más memorables alrededor del mundo (India, Europa), encierran en sus médulas buena parte de recorrido por ferrocarril. Llegamos a Nueva York en junio y lo primero en pasmarme fue la escalera eléctrica que llevaba a la sala principal del Grand Central.

El nombre de Grand Central se ajustaba a esa obra que a mis siete pareció un gigantesco homenaje a los viajeros de todo el mundo. Su bóveda estrellada, ahora lo entiendo, semejaba parte de un cielo infinito, alejado de nosotros. Varias veces recorrí ese largo trayecto y las mismas esperé con ansiedad "tocar tierra" en el Grand Central, como señal única de arribo, a un puerto conocido.

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