Juárez, la ciudad

Ciudad Juárez
violencia en Juárez

 

 

Para Fernando Aguirre

Sigo un auto de vidrios entintados. Su conductora, Oralia Palos (una de mis dos anfitriones en Ciudad Juárez), maneja presurosa. Me dirige, a comienzos de la noche, por calles secundarias; rehúye puentes y sus vueltas en “U” me impresionan. Persisto en seguirla, sin entender. La ciudad se abre a nuestro paso. Escucho sirenas y, a lo lejos, distingo luces de patrullas. La ciudad se advierte desamparada, conforme nos deslizamos por sus pasillos mortecinos. Nuestra misión no está cumplida.

Por fin llegamos: es un decir. Son las 9:00 y antes de esa hora alguien extinguió las luces del restorán donde nos reuniríamos con más colegas. Sin orillarnos, mi anfitriona se detiene. Mientras espero, una luz reflejada en mi espejo me punza la vista. Alzo la mirada intuitivamente.

Detrás de mí, no a dos, más bien a 50 metros de distancia, se ha detenido una pick-up que seguramente nos ha seguido durante varias cuadras. Resiente su conductor la inmovilidad sospechosa y repentina de dos autos. Presagia un nosequé que lo perturba. Deprisa pero sin estrépito da marcha atrás por una centena de metros y desaparece en la negrura de la noche. Fin de esa historia y recomienzo de nuestras correrías.

Ahora sí arribamos. Todo está iluminado, aunque somos los únicos comensales. Al poco se nos unen tres personas más. No pregunto cómo nos encontraron allí, cuando el sitio de reunión era otro. ¿Se trataba del único restorán que ofrecía servicio a esas horas? En medio de la conversación me entero: mientras seguía el auto de Oralia, ella se comunicaba por celular y recibía llamadas de alerta: “no subas por el puente, acaban de matar a alguien allí”; “date vuelta en ‘U’, a dos cuadras por esa avenida está un retén”, “el restorán ‘X’ está abierto...”

Mediante el celular se comunicaban, aparte de los allí reunidos, redes de amigos que avisaban a todos los que anduvieran por las calles dónde había peligro y qué esquinas evitar. Así pasé varios días inolvidables en Ciudad Juárez, como invitado del Instituto Chihuahuense de la Cultura. Fui a conversar sobre Victoriano Huerta y con varios jóvenes que comparten un taller literario. Lo anterior, durante el día.

Otra noche fuimos a una especie de bar. Abajo, en la entrada, un estacionamiento improvisado resguardaba los autos. Trepamos unas escaleras sin pasamanos hasta una terraza aún por inaugurar (las escaleras estaban a medio concluir y los castillos en las esquinas evidenciaban planes inciertos para coronar la construcción). Nos esperaban allí unas mesas altas con manteles oscuros y cirios encendidos. Alrededor de una de esas mesas, cuatro jóvenes charlaban animada pero discretamente; despuntaba entre ellos uno con ojos amoratados y la cara casi destrozada. Alguien le había suministrado una golpiza. Los cuatro pausaron unos segundos para vernos pasar, luego continuaron su plática sin recelo. Todo siguió a media luz y a media voz. El bar se prestaba para ello.

La atmósfera tranquila invitaba a la conversación e inquirí sobre la vida en Juárez. Oralia contestó:

--“Yo ya me acostumbré”, contó, “a llamar cinco cuadras antes de llegar a casa para que salgan a la cochera y evitar así un ‘carjacking’ o un secuestro en casa: entran contigo y permanecen allí hasta que sacan todo lo que quieren; te obligan a pedir dinero, te llevan al banco... ¡terrible!”. Lo del carjacking me recordó un asunto pendiente. Dejé pasar unos minutos y pregunté discretamente las señas de un buen mecánico.

Mi New Beetle casi me había dejado a media carretera. Oralia me llevó a la mañana siguiente con un especialista en Mercedes, BMWs y Audies que aceptó rebajarse para revisar mi auto. Asomaba entre el cuello de su camisa una pesada cadena de oro que debió alertarme. “Los narcos no se meten con las personas normales”, me dijo, como si se contara entre ellas. Me convenció de su honestidad.

Hablaba con aplomo y me persuadió que podía solucionar la falla mecánica de mi New Beetle. Cobró bien, pero reparó mal: colocó piezas a la fuerza y tanto las trasroscó que fue casi imposible sacarlas de su sitio. (Después, cuando el problema de mi auto se agudizó de nuevo, camino a Mexicali, Cadena de oro descolgó su teléfono para que yo no lo importunara).

Mientras el mecánico “componía” mi auto recorrí Juárez en coche de alquiler. “Llámeme Servando”, insistió el taxista que me condujo por la ciudad. Y agregó: “si necesita cualquier cosa, a cualquier hora del día o de la noche, si se encuentra en algún apuro de cualquier tipo, marque este número”.

Guardé su tarjeta en lugar seguro. Un día que me recogió cerca del puente internacional y que nos detuvimos en una gasolinera, vimos pasar a un joven. Lo esperaban dos individuos en una pick-up. Con shorts, sandalias de goma y una camisa quizá demasiado ajustada, nos mostró al pasar un rostro desgarrado. “Parece como si hubieran barrido con su cara el pavimento”, comentó Servando. Me recordó al joven de ojos tumefactos. No sólo en la oscuridad se advertían rastros de violencia.

Una tercera noche acompañé a Jesús José Silveyra, mi segundo anfitrión, a una fiesta. Antes me llevó a un barecito. “Es de los más viejos de Juárez”, me dijo, presuntuoso. La clientela y los años que arrastraba el hombre detrás de una sólida barra de caoba, corroboraron sus palabras. Tomamos dos Pacífico, cruzamos la calle y entramos a una casa de varios pisos y multitud de ventanas. Ahí era la fiesta.

Atravesamos por una amplia cocina y llegamos a un patio grande. Reunidas estaban más de 50 personas. La alegría contagiaba. Corrían las risas, el licor, los refrescos, las fritangas. Gente joven, periodistas, universitarios... A mi lado alguien que conversaba con una joven que recién había conocido, la invitó al bar frente a la casa.

--¡Vamos!, respondió animada la chica. “Sólo déjame avisar a mis amigos a dónde voy”. Otras redes, como las que algunos juarenses usaban para transmitir noticias de tráfico por celulares, funcionaban dentro de la fiesta. Nadie se movía sin informar al grupo con el que había llegado. Tras cruzar la calle, dos puertas que les obstruían la entrada los forzaron a retornar. A los dos minutos se habían unido a nuestro grupo.

Yo seguí en el cotilleo. Una joven que trabajaba en una casa de cambio, contó: “A mí ya me quemaron”. “Metafóricamente”, pensé, hasta que contó su historia. Tenía un cliente de meses que cambiaba pesos por dólares. La joven empezó a conocerlo y a tenerle confianza. Un día el mismo comprador se presentó y preguntó si ella tenía 5,000 dólares en efectivo. “Normalmente”, dijo, “no pasamos esta información a extraños, por temor a que nos asalten. Pero a ese señor ya lo conocía de tiempo atrás. Respondí que sí”.

De pronto empezó a arrojar, por la apertura de la ventana, gasolina que traía en un bote.

--¿Qué hace? Le preguntó alarmada.

--Si no me da ese dinero, ¡la quemo! De proporcionárselo, la cajera debía reponerlo.

“No puedo darle el dinero”, contestó. “Además, ¡tengo a mi hija aquí!”

“Por eso. ¡Déme el dinero!” Y como ella se negara, arrojó un cerillo encendido.

La cabina prendió fuego. La mujer cogió su celular y a su hija y corrió a guarecerse en el baño. El celular no respondió. Mientras los vecinos avisaban a los bomberos, desapareció el alevoso y encubierto asesino. El patrón de la casa de cambio no reportó el incidente a la policía: temía que miembros de la corporación estuviesen implicados.

Conforme escuchaba esta historia y recordaba mis vivencias en Juárez, cruzaron por mi mente varias imágenes. La violencia, esa que a diario reportan los medios, es la más extrema; otros crímenes, por “menores”, son ignorados (el chico a punto de subirse a la pick-up cerca del puente internacional; el joven en el inacabado bar de lujo, los carjackings, la mujer “quemada”...) y la gente de Juárez, la que persiste, la que se niega a renunciar a su ciudad y buscar suerte en otros sitios, sobrevive a través de sus eficaces redes.

Redes que avisan qué sucede en qué lugar en todo momento, o con las que las personas se desplazan cuando festejan. Redes que conectan y que conservan la vida: cuando toda esperanza de supervivencia, en una ciudad tan brutal y palpitante como Juárez, se estimaría perdida.

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