Historia regional

Obras públicas en El Oro, estado de México

El trabajo solitario de quienes (todavía) vamos a los archivos se recompensa a veces con verdaderas joyas: nada como dar sin esperarlo con la primera versión de la obra de Rosa E. King, Tempest Over Mexico: A Personal Chronicle. King era una dama inglesa que transformó una hacienda en hotel, en Cuernavaca. Hotel visitado, entre otros personajes, por el general Felipe Ángeles y Francisco I. Madero. El documento que encontré --una veintena de hojas escritas a máquina-- lo publicaré por separado y en papel. Allí se encuentran epítetos que Rosa E. King escribió contra los zapatistas (y otros revolucionarios); epítetos que no aparecieron en su obra impresa en Boston, en 1938...

Pero este domingo 7 de julio de 2013, con un cielo londinense iluminado y sin nube alguna en el horizonte, transcribo otro documento, también histórico. Es una ordenanza que cuenta con un giro inesperado: las razones de salud que tuvo un general para que el empedrado y las aceras del pueblo --él lo califica de "ciudad"-- del que era jefe de armas, se repararan.

El documento proviene de los National Archives en Kew Gardens, Londres. Lo transcribo literalmente: sin acentos y con faltas de ortografía, con una excepción: una palabra que corregí y puse entre corchetes, para agilizar su lectura. La foto a la izquierda es una transcripción del original; los interesados pueden encontrarla en un lugar recóndito de los archivos en Kew Gardens.

Un jalisciense en la luna

Dos fueron las respuestas a mi cuento "Un jalisciense en la luna" que me gusta recordar. La primera, que me pareció una llamada anónima (después identifiqué su voz) me decía:

–Servando, te llamo desde Nuevo México. Estuve discutiendo aquí con varias personas el origen de Neil Armstrong y se rieron de mí cuando les dije que era del sur de Jalisco. Te llamo para que me digas qué fuentes consultaste, para que estas personas se enteren de la veracidad de la historia.

Después de escuchar varias veces la grabación y de recordar a quién conocía que podría llamarme desde Nuevo México (aparte de ser tan cándido como para creerse mi cuento) me percaté que se trataba de Enrique Ceballos, hijo del célebre don Caco Ceballos, dueño en vida de una tienda que vendía de todo en el centro mismo de Colima.

No contesté el llamado porque Enrique no me dejó su número (por fortuna mi grabadora no tenía tanta cinta, así que su grito de auxilio quedó trunco y el buen Enrique tuvo que vivir varios días escondiéndose y muriendo de la vergüenza, al tiempo de soportar las risas de sus allegados).

El mismo Enrique –el alunado quien, en su otra vida, estoy seguro, es amarranavajas– se vengó de mí a los pocos meses. Se enteró que el dueño de un periódico de Colima (de cuyo nombre no quiero acordarme) había escrito un libro sobre el mismo tema. El mismo periodista (¡Dios mío!, ¿cuándo dejarán de existir los ingenuos entre la "inteligencia" de esa ciudad?), tras leer mi cuento en un ejemplar de la extinta revista Tragaluz tomó el teléfono y me llamó a Hermosillo. El que sigue fue aproximadamente el diálogo.

–Señor Ortoll, le llama fulano de tal, de Colima.

–Dígame señor fulano.

–Fíjese que nuestro amigo Enrique Ceballos me pasó un ejemplar de la revista tapatía Tragaluz y ahí leí su artículo sobre el jalisciense en la luna.

–Ah, sí, le contesté. ¿Qué le pareció?

Yo sabía del periodista de marras desde que Alberto Isaac me contó la verdadera (e increíble) historia del jalisciense de Zapotiltic de Vadillo, cuyo nombre verdadero nunca logré recordar. Me encontraba tomando un café en su casa de Comala, con Julie su esposa a un lado, cuando se desató el diálogo siguiente (las palabras en cursivas son en realidad eufemismos de las que pronunció esa tarde Alberto, cuando un viento otoñal que bajaba del volcán con una suavidad balsámica agitaba las hojas de los ficus. Las pongo en cursivas porque no me atrevo a usar las que recuerdo, para no manchar la reputación del recordado Alberto):

–Fíjate que le conté una historia de emigrantes muy interesante a un periodista local. Se trata de un originario de Zapotiltic que se fue al norte a ganar dinero. Con el tiempo empezó a mandar parte de sus ganancias a su parroquia para que el cura reparara el atrio, los pisos, las aceras.

–Hmm, rezongué, sin encontrar todavía lo interesante de la historia.

–Pues resulta que, poco a poco, con el dinero que mandaba, el emigrante comenzó a tejer una historia...

> Primero dijo que iba a estudiar inglés. Luego que pensaba convertirse en piloto, y así hasta un día confesar que quería ser astronauta y que para eso se iba a cambiar el nombre: en lo sucesivo se llamaría Neil Amstrong.

–Guau, le dije, moviéndome en mi asiento y saboreando el café de San Antonio que tenía a la mano. ¡Esa sí que es una historia increíble!

–Pues lo que sigue tampoco lo vas a creer. Se la conté a fulano de tal y ¡el muy tonto fue a Zapoltitic a entrevistar a la gente! ¡En vez de escribir un cuento, o una novela, fue a hacer periodismo! ¡Estropeó la historia!

–Pensando que el tal fulano era un verdadero mentecato, le dije: "¡La verdad es que es una historia maravillosa!"

–¡Pues te la regalo!, fue su benévola respuesta. De ahí que le agradezca, al inicio de mi cuento (la que se encuentra aquí es ligeramente más amplia que la que publicó Tragaluz) el que me la hubiera conferido.

Vuelvo ahora a la segunda llamada telefónica que recibí en Hermosillo. Cuando le pregunté a fulano de tal qué le había parecido mi cuento, me contestó (lo que pongo en cursivas, salvo el título de su libro, es lo que él enfatizó):

–Pues mire, señor Ortoll, la verdad es que fui yo quien le pasé a Alberto Isaac la historia. Yo fui a Zapotiltic a entrevistar a la gente del pueblo, y le comenté a Alberto del asunto. A él le gustó tanto mi historia, que me hizo el dibujo para la portada de mi libro, Un mexicano en la luna (como "buen colimense" el mismo fulano jamás titularía su libro Un jalisciense en la luna: sería darle demasiado crédito a un originario de mi estado. Como lamentablemente, para él, nuestro héroe no era de Colima, otorgó los créditos a un mexicano...)

Agrego dos aclaraciones. La primera, es que tanto el periodista como yo sabíamos que no hay forma de corroborar esta historia con Alberto Isaac. Y él, ignorante de que Alberto me había contado cuán estúpido (mi palabra) había sido al entrevistar a gente del pueblo en vez de escribir una novela sobre el emigrado, decidió adueñarse del relato. La otra aclaración es lo doblemente torpe que puede resultar un reportero como él: si en efecto fue a Zapotiltic, entrevistó a gente y reconstruyó la verdadera historia de lo ocurrido, ¿por qué no cayó en la cuenta de que el nombre de Luis González (en honor a un primo hermano que se robó uno de mis libros [Por tierra de cocos y palmeras] de una peluquería, cuando supo a qué me dedicaba después de décadas de no vernos) era ficticio? ¿Por qué no se le ocurrió que muchos de los datos, entre ellos las cartas que inventé, no coincidían con lo que él había encontrado? Ese y el de la transubstanciación son dos misterios con los que permaneceré hasta el día mismo de mi muerte.

Mientras ese plazo se cumpla, espero ansioso la nueva historia que a buen seguro tejerá Enrique Ceballos, mi conocido en la luna (y también en Colima), en torno a mi persona y algún celebrado suyo, de preferencia que me odie de a deveras.

Por tierras inhóspitas y desconocidas

La siguiente es la introducción a un libro de corto aliento que publiqué recientemente. Esta obra incluye los textos de dos viajeros que recorrieron Baja California a inicios de siglo XX: el científico Gustav Eisen y Arthur W. North, cazador y abogado cuya foto aparece en la portada. Escribió la presentación Mario Alberto Magaña Mancillas. 

Dedico esta obra a los dos más grandes vagamundos que conozco: Amnón y Amir Ortoll Bloch

Cuando hablábamos gorostieta

Hace más de 25 años, según pasaba una temporada de campo en Los Altos de Jalisco (desde Atotonilco hasta San Miguel El Alto) en franco estudio de la rebelión de los cristeros, conocí a personas inolvidables que, ahora lo lamento, dejé de ver por cambiar bruscamente el enfoque de mi tesis de doctorado. Recuerdo en las páginas que siguen al cura J. Jesús González y a don Luis Valle, así como al general cristero Enrique Gorostieta, cuya evocación a todos nos unió, durante meses.

Rescato estas líneas que rememoran al general por varias razones: no la menor que ahora, como personaje de Hollywood, apareciera como el individuo que de él pintó Heriberto Navarrete errónea y maliciosamente: la de un agnóstico que, sobre la marcha, se convirtió al catolicismo. Nada más alejado de la realidad: una realidad que Martha Elena Negrete rescató y plasmó en su tesis de licenciatura en la Universidad Iberoamericana y que ahora pertenece a la ficción oficial de los hechos.

Enrique Gorostieta fue muy querido en Los Altos de Jalisco. Las muchas horas que pasé conversando en la vieja y desvencijada pick-up del cura González, frente a su parroquia, en San Francisco, cerca de Atotonilco, las dedicamos al general: "gorostieta", con minúscula, se convirtió, para nosotros, en idioma común que compartimos cada vez que nos veíamos. Nosotros ya no hablábamos de él, del general: hablabamos él, como lingua franca para rememorar la cristiada y a los cristeros que lo custodiaban el dia fatídico en que cayó emboscado.

El cura Gonzalez conoció a varios cristeros que acompañaban ese día al general, y todos estaban convencidos --hablé con dos de ellos-- que no fue coincidencia que los soldados llegaran a la hacienda del Valle, donde el general se curaba de una infección en los ojos. Nunca dudaron sus acompañantes que su querido líder nato fue traicionado. 

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